La del medio. Observar sus labios
temblorosos, sentir su voz entrecortada, percibir mi piel erizada, mi garganta
apretada y mi estómago cerrado; hicieron que confirmara una vez más mi deseo de
escribir, al igual que ella, sobre “aquello”.
Extrañas sensaciones recorrieron
mi cuerpo, miles de ideas invadieron mi cerebro, que como bruma mañanera
lograron dejarme sin norte.
Entre lágrimas de sabor extraño,
la contemplaba…
¿Qué decir?
Mi cuerpo estaba hablando hacía
veintipico de años, y allí… ¿Qué era lo que ella podía leer de mi? Creo que las
risas que sucedieron a aquel instante, hablaron por sí mismas. La complicidad
es tanta, es la que te da la misma sangre; donde no hacen falta palabras, tan
solo el olor de la manada.
Su tinta fue reconocida por mi,
como algo antiguo guardado en mi gran baúl de los recuerdos genéticos.
¿De quién me estaba hablando? Ya
no lo sabía. Mi mirada de asombro bastó para que ella contestara… “Ya sé lo que
me vas a decir”… No hizo falta más…
¿Quién es él? Es una mistura de
ademanes, rasgos faciales y tonos de voz, de mis primos y hermanos; de ellas
como hermanas, y de mis abuelos como padres.
Recuerdos que luchan por no caer
en el abismo del olvido. Nadie lo dice, pero… ¿cuál es la pugna cerebral y del
corazón que se da para que cada detalle de su rostro siga con la misma nitidez
con la cual se percibió ese último día en que se vieron? …Para guardar en lo
más profundo de su registro auditivo aquella última palabra, que seguro no se
sabe cuál fue, pero que se intuye habrá sido un adiós.
La mayor. ¿Hasta dónde
compartirlo con su camada era saludable, hasta dónde callar? Cuánto dolor podía
poner en palabras, y cuánto más transmitía su piel al dar de mamar. Profunda
tristeza acumulada en años. Sin que se le pidiera permiso, pasó a ser la mayor.
Ella no estaba preparada para semejante responsabilidad, y menos con la triste
carga familiar que implica tener un hermano muerto. Sin embargo caminó, día
tras día; llevando adelante el proyecto personal de su hermano. ¿Qué más
doloroso que eso? Viviendo día tras día su cotidianeidad, pero sabiendo que ya
no está.
La menor. Nunca la escuché hablar
sobre aquello. Sin embargo puedo imaginarla subiendo y bajando sus párpados a
incontables revoluciones por minuto dejando todo lo blanco de sus ojos expuesto,
dando un aspecto de espasmo epiléptico entreverado con su aguda voz, imposible
de olvidar para quien haya tenido el gusto de conocerla. Sí la había escuchado,
en varias ocasiones, hablar, al igual que al resto de los integrantes de la
familia, sobre anécdotas del “sinvergüenza” de su hermano en vida. Claro que es
mucho mejor, y menos doloroso recordarlo en sus días de fresca respiración e
inimaginables travesuras… O no…
Su padre. Perdió un hijo, perdió
a su único varón. Que vaya a saber por qué, pero siempre se hace alusión a ello,
como si el perder a alguna de sus niñas no hubiera sido tan doloroso como
aquello. ¿A quién le puede importar el simple término de la descendencia, cuando un hijo ya no está? Su primogénito, su
compañero en el campo y quien le hacía perder la rectitud acartonada de milicia
antigua. El creer en su hijo fue lo que lo mantuvo erguido en la búsqueda
incesante a través de los nevados, cuando todos los daban por muertos. El
anhelo por el calor del cuerpo a cuerpo, del calor de la sangre que como
vampiro lo llevó a realizar las hazañas más descabelladas. El estrepitoso
encanecimiento de su cabeza, fue solo una mínima muestra física de lo que su
ser estaba padeciendo al enterarse de la muerte de su hijo.
Su madre. La asustadiza mujer de
cabellos dorados había perdido a su hijo. Sin embargo su imponente fortaleza,
es capaz de sobrellevar cualquier dolor. Sino, piensen ¿cómo hace una madre
para superar este desgarrador suceso? ¿Qué sentirá su frente siempre alta, su
cuerpo arreglado, y su voz firme en la intimidad de su corazón, o en los brazos
de su amado? Nunca se rindió, sus brazos nunca estuvieron caídos ni en ese
momento, ni ahora que su vida comienza a extinguirse como vela sin oxígeno.
Pero su música se apagó, nunca pude convencerla de que tocara el piano para mi…
Hundida en mis tristes
cavilaciones disfrutaba de ese dolor amargo, del que sana sin más. Y del que
luego me aferrara para poder continuar con la búsqueda incesante de la
elaboración del duelo familiar.
No lo conocí. Sin embargo
pareciera que sí. O que el deseo de que hubiera sucedido, me permitiera tenerlo
a mi lado durante estos 28 años, con el simple y mundano abismo que nos da la
muerta física, pero con la gracia de sentir su viva presencia energética.
Durazno Abril 2013
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